lunes, 8 de agosto de 2011

MÁS ALLÁ



Siempre fui considerado como una persona buena y piadosa; en cuanto de mi dependía auxiliaba a las personas que lo necesitaban, nunca faltó de mi boca una expresión de aliento para mi prójimo. Cada día que pasaba lo consideraba un reto espiritual en el que procuraba ser más benévolo y sensato. Me dolía del dolor ajeno; alenté a muchos por el camino que yo pensaba era el bien y del cual me apoyaba para alcanzar la vida eterna y no el castigo eterno. Siempre enseñé a los feligreses el practicar las obras de misericordia.

Hice campañas por todo el mundo para beneficiar a los necesitados. Amé a mis padres, disfruté compartiendo mi fortuna con todos. Todo salía de mi corazón, todo nacía en mí ser. Fui un ser muy amado por todos, llegaba a las personas como cuando llueve después de una larga y fatigosa sequía. Consideré perfectos mis caminos y siempre pensé que después de la muerte descasaría para siempre. Que viviría la plena felicidad sin ser perturbado por más tristezas.

Yo fui religioso, buscaba a Dios y me interesaba por sus enseñanzas, meditaba en él, así como le reprochaba el sufrimiento de mucho pueblo. Fui una persona buena a la que no le nacía hacer daño; nunca me consideré materialista ni vanidoso. Por mi mente jamás pasó el ser castigado por no haber caminado el sendero del bien porque estaba seguro que lo caminaba. Por todo lo anterior, nunca le tuve miedo a la muerte; por el contrario, consideraba aquel episodio de mi vida como una bendición que debía llegar en cualquier momento. Ese día llegó, la muerte me abrazó y yo morí. ¡Y morí de verdad!

Pensé ser tratado conforme a mis caminos, y efectivamente así fue. Un tribunal esperaba mi presencia en un recinto iluminado y sólo. Veía un tribunal, pero nadie en él. Una voz sin dueño me dijo: -hoy has llegado a un juicio, el juicio de tu vida; cuéntame de tu Fe y yo validaré tus obras- . Con gran orgullo empecé a recalcar cada una de mis misericordias en la tierra y de todas las bondades de mi vida. No encontré defecto en mí. Cuando terminé. Llegaron dos abogados al recinto; uno vestía un traje negro muy elegante, el otro vestía un traje blanco muy elegante. Ambos eran varones contemporáneos, ambos estaban por la misma causa pero con propósitos diferentes.

El varón de traje negro empezó a acusarme delante del tribunal; comenzó diciendo; esté sujeto enseñó a muchos caminos que tú no mandaste; ¿ó donde dice oh juez que se ha de buscar a Dios en un ídolo?, ¿acaso tú no prohibiste esos hechos desde el principio de los tiempos?, ¿se interesó este hombre por buscarte con sinceridad y amor? ¿No lo hacía más bien para que no faltaran en vida las abundancias materiales? ¿Podía el conocerse a sí mismo sin tener conocimiento? Cuando te oraba, no hacía otra cosa que reprochar los hechos en la tierra, pero jamás conoció las verdaderas intenciones de su corazón, porque murió ciego. Tú bien sabes Dios creador de todas las cosas que si un hombre de la tierra, no te busca con sinceridad, jamás puede alcanzar tu misericordia y jamás podrá conocer el camino del bien. La contraparte exige máxima condena; exige sea mandado al infierno de fuego bajo prisiones tortuosas que lo atormenten por la eternidad.

La voz del juez se pronunció diciendo: ¿tiene algo que decir la defensa?, el caballero de trajes blancos respondió: sí señor juez; siendo consecuentes con las acusaciones del acusador; la defensa considera que no se puede escatimar el hecho de que este hombre sí practicó las obras de misericordia. Si bien es cierto que en la tierra, éste hombre nunca te conoció porque no te buscó con sinceridad y que por tanto amo más las riquezas pasajeras de la tierra que tu eterno nombre. La defensa considera que debe ser castigado, pero no con la severidad que la contraparte exige. La defensa pide a su señoría que el alma de este hombre repose en el segundo cielo de la eternidad. En ese cielo tendrá descanso, pero deberá luchar contra todos sus temores; el dinero que tanto amaba y la falta de conocimiento de Dios serán las torturas eternas de sus ser.

El juez considerando ambas posiciones dijo: -¿Qué dice la contraparte al respecto?, el hombre de trajes negros respondió: -Señor juez, con el respeto que su majestad merece; la contraparte tiene por verdad que tu ley es clara, que el libro que habla de ti es para todos en la tierra; tú dijiste que nadie podría alcanzar el primer cielo si no es por medio de un corazón sincero y justo. Si este hombre no vio el primer cielo en la tierra, eso explica que su corazón jamás lo fue; entonces, ¿cómo es posible otorgarle el segundo? Si la sentencia es dictada a su favor, la humanidad entera podrá excusarse delante de tu justicia y tu ley pactada con juramento eterno vendrá a ser en vano. La contraparte exige máxima condena y pide ahora que le sean añadidos a sus tormentos, los azotes de la muerte con su látigo de lava tortuoso. También la contraparte exige sellar su caso para que de ahora en adelante todos aquellos seres humanos que no vean el primer cielo en la tierra, sean inmediatamente lanzados al lago de fuego eterno donde una sola gota de sudor es más deseada que cualquier maravilla terrenal que un hombre pueda poseer.

El juez no me dejó hablar, ni preguntó más a mi defensa. Fui condenado a la máxima condena por ignorante; por no tener un corazón sincero que buscara a Dios de verdad. Yo fui Papa, un Papa amado y recordado entre los humanos. Todos me imaginan en la gloria de la que les hablaba; todos piensan que siguiendo mi camino podrán ser salvos pero no es así. Se necesitan más que buenas obras; para salvar el alma se necesita conocer a Dios y hacer su voluntad. Desde mis eternos tormentos, solicité al juez el escribir esta carta para todos aquellos que quieran despertar. Amén…   J.P.S

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